Las vanguardias históricas de principios del siglo XX reclamaron la autonomía del arte y la creación de nuevos lenguajes plásticos. La pintura de paisaje, que había alcanzado con los impresionistas límites insospechados, parecía de pronto un resabio decimonónico, ajena a las problemáticas contemporáneas. Los artistas que hacía pocas décadas habían abandonado sus talleres para recorrer los caminos en búsqueda del paisaje y de la luz, retornaban a sus antiguas habitaciones, para refugiarse en el intelecto, en la reflexión sobre los medios, la función y el destino de la pintura. Volcados sobre sí mismos, daban la espalda a una naturaleza que era arrasada en nombre del progreso.
La pintura chilena ha tenido desde sus inicios una particular inclinación por el paisaje y algunos críticos e historiadores, como Antonio Romera, reconocen en ella una “constante” en su trayectoria. Vinculada al viaje, la exploración y la vida al aire libre, fue una forma de descubrir nuestro territorio bajo una nueva mirada.
Felipe Arnolds, dando continuidad a esa rica tradición, vuelve sobre el paisaje con una vocación que podría describirse como “religiosa”, en la medida en que pretende “re-ligarse” con la naturaleza, recuperar el vínculo perdido. Abandonando esa ilusoria posición jerárquica, en donde el ser humano se encumbraba por sobre las demás especies, el autor se aproxima con humildad y admiración hacia la naturaleza, intentando descifrar su lenguaje, para recrearlo por medio del color.
Proyecto patrocinado por Ley de Donaciones Culturales
Hasta el 25 de septiembre
Sala de Exposición. Los Dominicos