Sin dudas, 2020 será un año que marcará un hito en la historia reciente. Lo ocurrido modificó nuestros hábitos y costumbres y nos obligó a replantearnos la manera de hacer cultura y contactarnos con las audiencias. La aventura digital fue un éxito y permitió eliminar fronteras y distancias, llegando a públicos a los que de otra forma sería muy difícil acceder. Esta nueva manera, en la que muchos hicimos camino al andar, llegó para quedarse, impulsándonos a evolucionar a la par de los nuevos lenguajes tecnológicos.
No obstante, estamos convencidos de que la experiencia presencial es irremplazable. Ninguna pieza digital -por altísima que sea su calidad- podrá igualar la emoción que provoca el sonido de los instrumentos en un concierto o la proyección que alcanza la voz de los actores en una obra de teatro. Mucho menos, una pantalla reemplazará la textura de las pinceladas de óleo sobre una tela o la sutileza o dramatismo, según sea su intención, de las luces y sombras que generan los volúmenes de la escultura.
Por eso estábamos expectantes ante la posibilidad de volver a abrir las puertas y recibir, con los cuidados que requieren las actuales condiciones, a nuestro público. Aquellas personas que en definitiva justifican nuestra labor y para quienes los artistas crean sus obras, no en el sentido de una transacción de conveniencia, sino porque una obra se completa en el contacto con el público. Es ahí cuando se cierra el círculo y los autores emprenden un nuevo vuelo